El catecismo apocalíptico
Por ANDRÉ GLUCKSMANN, EL PAÍS - Opinión - 12-08-2006
Me indigna la indignación de tantos indignados. Para la opinión pública mundial algunos muertos musulmanes pesan menos que una pluma, otros toneladas. Dos pesos, dos medidas. El crimen terrorista de una cincuentena de civiles cada día en Bagdad es relegado a la sección de sucesos, mientras que el bombardeo que mata a 28 habitantes en Cana es elevado a la categoría de crimen contra la humanidad. Sólo contadas personas como B. H. Lévy y Magdi Allam se extrañan de ello. ¿Por qué los 200.000 muertos de Darfur no despiertan ni un cuarto de la mitad de las reacciones de horror que despiertan las víctimas 200 veces menos numerosas del Líbano? Cuando los musulmanes matan a otros musulmanes ¿hay que creer que no cuentan, ni para las autoridades coránicas, ni para la mala conciencia occidental? La explicación cojea, puesto que cuando el ejército ruso, cristiano y bendecido por los popes arrasa la capital de los musulmanes chechenios (Grozny, 400.000 habitantes) y mata a decenas de miles de niños, tampoco cuenta más. El Consejo de Seguridad no celebra entonces una reunión tras otra y la Organización de los Estados islámicos desvía piadosamente la mirada. Estamos obligados a concluir que sólo el musulmán muerto por israelíes provoca la indignación universal.
¿Hay que creer que Ahmadineyad dice en voz alta lo que la opinión pública mundial murmura para sí? Sin embargo, un gran número de conciencias occidentales ultrajadas por los bombardeos en el Líbano se sienten indignadas al cuadrado si se sospecha que son antisemitas. Tengo la tendencia a creerles, ¡no fuéramos a imaginarnos que el planeta entero vive en la paranoia antisemita! El misterio aumenta otro tanto. ¿Por qué semejante hemiplejía? ¿Por qué una indignación mundial sobreexagerada cuando se trata de bombas israelíes?
Si las imágenes de las destrucciones en el Líbano impactan -incomparablemente mucho más que los hambrientos de Darfur y las ruinas de Chechenia- es porque llevan implícitos los subtítulos de una geopolítica surrealista. Quien contempla la actualidad de Cana o de Gaza no cuenta solamente los féretros de los peores días, los desgraciados a los que entierran parece que lleven la aureola de un presagio fatal, desconocido en los centenares de miles de cadáveres africanos o caucasianos. ¿Cuántos expertos no señalan desde hace decenios que el conflicto de Oriente Medio es el corazón del caos mundial y la clave de su resolución? ¿Qué diplomático dejaría de repetir más bien 10 veces que una que las puertas del infierno y el Sésamo de la vuelta a la armonía internacional se encuentran en Jerusalén? Un mismo escenario codificado está rondando por las cabezas del siglo XXI, según el cual todo se juega en la ribera del Jordán. Versión hard: mientras cuatro millones de israelíes se opongan a otros tantos palestinos, 300 millones de árabes y 1.500 millones de musulmanes estarán condenados a vivir en el odio, la sangre y la opresión. Versión rosa: bastaría la paz en Jerusalén, a fe del Quai de Orsay, para que se apagaran los incendios de Teherán, Karachi, Jartum y Bagdad, y dieran paso a la concordia universal.
¿Nuestros sabios se han vuelto locos? ¿Creen sincera y seriamente que sin el conflicto palestino-israelí nada grave hubiera ocurrido, ni la sangrienta revolución de Jomeini, ni las sanguinarias dictaduras de los partidos Baaz sirio e iraquí, ni el decenio de terrorismo islámico en Argelia, ni los talibanes en Afganistán, ni los fundamentalistas alocados sin fe ni ley? La hipótesis triste y opuesta, pocas veces mencionada, es más verosímil: todo alto el fuego alrededor del Jordán es intrínsicamente frágil si los palacios, la calle, buena parte de los intelectuales y los estados mayores musulmanes siguen avivando la pasión antioccidental.
La mundialización (la abolición planetaria de las fronteras económicas, pero sobre todo sociales y mentales) viene acompañada obligatoriamente por reacciones de rechazo con frecuencia duras y a veces crueles. No es necesario que exista desde 1947 la "entidad sionista" para que se avive el antioccidentalismo germánico de Fichte a Hitler, el antioccidentalismo ruso que renace una y otra vez bajo los zares como bajo Stalin y de ahora en adelante Putin. Sólo alguien inocente puede suponer con toda la ignorancia que la voluntad de poder iraní que encuentra su pegada en la revolución de Jomeini recupera con la "cuestión judía" algo más que un pretexto para declarar la guerra santa en todos los frentes. Una vez se tache del mapa a Israel, ¿alguien imagina que la subversión festejará este triunfo abandonando las armas?
La geopolítica de la mala fe que consagra a Oriente Medio como pivote del orden mundial se ha convertido en la religión de la Unión Europea, la fe de los incrédulos y los poco crédulos de Occidente. Los pensadores posmodernos han anunciado sin razón el fin de las ideologías mientras que estamos de lleno en la ilusión ideológica, habiendo sustituido poco a poco la esperanza falaz de la lucha final por la predicación angustiada de una catástrofe no menos absoluta y final. Mientras que nuestra mente sigue siendo surrealista, nuestro corazón descifra la muerte de la humanidad en cada negativo enviado desde el Líbano. Jerusalén es el centro del mundo sólo porque se supone que es el centro del fin del mundo. Nuestra fantasmagoría calamitosa se alimenta de premoniciones apocalípticas.
Cada enfrentamiento en Oriente Medio tiene la validez de un ensayo general antes de la última explosión. Nos hemos creído la confusa guerra de civilizaciones, a fuerza de invocarla. Y de tanto preverla, nos hemos acostumbrado, por el método Coué [de autosugestión mediante la repetición], llamado en inglés self full fulling prophecy, pronóstico que se confirma a sí mismo.
El bombardeo a lo largo del año de aglomeraciones israelíes con misiles del partido de Dios da credibilidad a las promesas aniquiladoras del padrino iraní. Sin embargo, señala con ironía Clausewitz, no es el agresor quien empieza la guerra sino quien decide poner fin a la agresión. Así pues, Israel es lógicamente el culpable. Con la circunstancia agravante de que es el culpable de un fin del mundo mundialmente fantaseado. De la geopolítica surrealista al delirio, la pendiente es resbaladiza.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Martí Sampons.
Me indigna la indignación de tantos indignados. Para la opinión pública mundial algunos muertos musulmanes pesan menos que una pluma, otros toneladas. Dos pesos, dos medidas. El crimen terrorista de una cincuentena de civiles cada día en Bagdad es relegado a la sección de sucesos, mientras que el bombardeo que mata a 28 habitantes en Cana es elevado a la categoría de crimen contra la humanidad. Sólo contadas personas como B. H. Lévy y Magdi Allam se extrañan de ello. ¿Por qué los 200.000 muertos de Darfur no despiertan ni un cuarto de la mitad de las reacciones de horror que despiertan las víctimas 200 veces menos numerosas del Líbano? Cuando los musulmanes matan a otros musulmanes ¿hay que creer que no cuentan, ni para las autoridades coránicas, ni para la mala conciencia occidental? La explicación cojea, puesto que cuando el ejército ruso, cristiano y bendecido por los popes arrasa la capital de los musulmanes chechenios (Grozny, 400.000 habitantes) y mata a decenas de miles de niños, tampoco cuenta más. El Consejo de Seguridad no celebra entonces una reunión tras otra y la Organización de los Estados islámicos desvía piadosamente la mirada. Estamos obligados a concluir que sólo el musulmán muerto por israelíes provoca la indignación universal.
¿Hay que creer que Ahmadineyad dice en voz alta lo que la opinión pública mundial murmura para sí? Sin embargo, un gran número de conciencias occidentales ultrajadas por los bombardeos en el Líbano se sienten indignadas al cuadrado si se sospecha que son antisemitas. Tengo la tendencia a creerles, ¡no fuéramos a imaginarnos que el planeta entero vive en la paranoia antisemita! El misterio aumenta otro tanto. ¿Por qué semejante hemiplejía? ¿Por qué una indignación mundial sobreexagerada cuando se trata de bombas israelíes?
Si las imágenes de las destrucciones en el Líbano impactan -incomparablemente mucho más que los hambrientos de Darfur y las ruinas de Chechenia- es porque llevan implícitos los subtítulos de una geopolítica surrealista. Quien contempla la actualidad de Cana o de Gaza no cuenta solamente los féretros de los peores días, los desgraciados a los que entierran parece que lleven la aureola de un presagio fatal, desconocido en los centenares de miles de cadáveres africanos o caucasianos. ¿Cuántos expertos no señalan desde hace decenios que el conflicto de Oriente Medio es el corazón del caos mundial y la clave de su resolución? ¿Qué diplomático dejaría de repetir más bien 10 veces que una que las puertas del infierno y el Sésamo de la vuelta a la armonía internacional se encuentran en Jerusalén? Un mismo escenario codificado está rondando por las cabezas del siglo XXI, según el cual todo se juega en la ribera del Jordán. Versión hard: mientras cuatro millones de israelíes se opongan a otros tantos palestinos, 300 millones de árabes y 1.500 millones de musulmanes estarán condenados a vivir en el odio, la sangre y la opresión. Versión rosa: bastaría la paz en Jerusalén, a fe del Quai de Orsay, para que se apagaran los incendios de Teherán, Karachi, Jartum y Bagdad, y dieran paso a la concordia universal.
¿Nuestros sabios se han vuelto locos? ¿Creen sincera y seriamente que sin el conflicto palestino-israelí nada grave hubiera ocurrido, ni la sangrienta revolución de Jomeini, ni las sanguinarias dictaduras de los partidos Baaz sirio e iraquí, ni el decenio de terrorismo islámico en Argelia, ni los talibanes en Afganistán, ni los fundamentalistas alocados sin fe ni ley? La hipótesis triste y opuesta, pocas veces mencionada, es más verosímil: todo alto el fuego alrededor del Jordán es intrínsicamente frágil si los palacios, la calle, buena parte de los intelectuales y los estados mayores musulmanes siguen avivando la pasión antioccidental.
La mundialización (la abolición planetaria de las fronteras económicas, pero sobre todo sociales y mentales) viene acompañada obligatoriamente por reacciones de rechazo con frecuencia duras y a veces crueles. No es necesario que exista desde 1947 la "entidad sionista" para que se avive el antioccidentalismo germánico de Fichte a Hitler, el antioccidentalismo ruso que renace una y otra vez bajo los zares como bajo Stalin y de ahora en adelante Putin. Sólo alguien inocente puede suponer con toda la ignorancia que la voluntad de poder iraní que encuentra su pegada en la revolución de Jomeini recupera con la "cuestión judía" algo más que un pretexto para declarar la guerra santa en todos los frentes. Una vez se tache del mapa a Israel, ¿alguien imagina que la subversión festejará este triunfo abandonando las armas?
La geopolítica de la mala fe que consagra a Oriente Medio como pivote del orden mundial se ha convertido en la religión de la Unión Europea, la fe de los incrédulos y los poco crédulos de Occidente. Los pensadores posmodernos han anunciado sin razón el fin de las ideologías mientras que estamos de lleno en la ilusión ideológica, habiendo sustituido poco a poco la esperanza falaz de la lucha final por la predicación angustiada de una catástrofe no menos absoluta y final. Mientras que nuestra mente sigue siendo surrealista, nuestro corazón descifra la muerte de la humanidad en cada negativo enviado desde el Líbano. Jerusalén es el centro del mundo sólo porque se supone que es el centro del fin del mundo. Nuestra fantasmagoría calamitosa se alimenta de premoniciones apocalípticas.
Cada enfrentamiento en Oriente Medio tiene la validez de un ensayo general antes de la última explosión. Nos hemos creído la confusa guerra de civilizaciones, a fuerza de invocarla. Y de tanto preverla, nos hemos acostumbrado, por el método Coué [de autosugestión mediante la repetición], llamado en inglés self full fulling prophecy, pronóstico que se confirma a sí mismo.
El bombardeo a lo largo del año de aglomeraciones israelíes con misiles del partido de Dios da credibilidad a las promesas aniquiladoras del padrino iraní. Sin embargo, señala con ironía Clausewitz, no es el agresor quien empieza la guerra sino quien decide poner fin a la agresión. Así pues, Israel es lógicamente el culpable. Con la circunstancia agravante de que es el culpable de un fin del mundo mundialmente fantaseado. De la geopolítica surrealista al delirio, la pendiente es resbaladiza.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Martí Sampons.
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